17 Abr Jesús, nuestra Pascua
De la Resurrección sabemos por los relatos evangélicos y apostólicos de las apariciones, el libro de los Hechos, y también ha quedado plasmada especialmente en imágenes iconográficas: las mujeres miróforas y a partir del segundo milenio de la era cristiana, la escena que la tradición iconográfica oriental ha plasmado al presentar ante nuestros ojos la victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte y el infierno. Cristo, el Crucificado Resucitado, llevando a veces en sus manos el trofeo de la Cruz, va a anunciar la salvación a los primeros Padres y a los justos del Antiguo Testamento y los arranca de sus sepulcros para darles la vida.
Hay un tercer icono que completa de alguna forma, en una perfecta trilogía, el misterio de la Resurrección del Señor. Se ve la imagen de Cristo Resucitado en el jardín que se aparece a María de Magdala y le manda que vaya a anunciar a los apóstoles que Él ha Resucitado.
Los iconos orientales de la Resurrección son imagen viva y fiel del misterio que la palabra proclama y la liturgia celebra con la poesía, el canto, los sacramentos de ese Cristo que los textos primitivos llaman nuestra Pascua. Cristo es nuestra Pascua. La Iglesia, concentra en Cristo, muerto y resucitado, la realidad de la Pascua que no es ya un acontecimiento solo, o un rito que se celebra, sino una persona viviente. Por lo tanto, en el Señor tenemos la Pascua de la Iglesia. Se comprende así, porqué en los textos líricos de las homilías de los Padres se dice por ejemplo: «Yo te hablo a ti, (Pascua) como a una persona viviente» (Gregorio Nacianceno: Oratio in S. Pascha 45,30:PG 36,664).
«A este Jesús, dice Pedro, Dios lo resucitó, de lo cual todos nosotros somos testigos» (He 2,32). Es este el anuncio fundamental de la fe, el «Kerigma» que resuena con fuerza en toda la predicación primitiva. Los hechos que atestiguan este anuncio inaudito los han relatado con impresionante unanimidad los cuatro Evangelistas (Mt 28,1-15; Mc 16,1 ss; Lc 24,1-11; Jn 20,1 ss.)
- el sepulcro donde habían puesto el cuerpo del Señor está vacío;
- sigue el anuncio de los Ángeles, que explican el sentido de la ausencia y de una nueva presencia, la del Resucitado.
- Jesús mismo, el Resucitado, se aparece a los discípulos y a las mujeres, confirmando el mismo el hecho de su victoria sobre la muerte. Está vivo.
Pablo en su predicación pone siempre al centro del anuncio la buena noticia de Cristo Resucitado, hasta el punto de afirmar que si el Señor no ha resucitado vana es nuestra fe (1 Cor 15,3-5).
La Iglesia apostólica celebra siempre la presencia de Cristo Resucitado sobre todo en el sacramento del bautismo (Cf. Rm 6,3-11) y en la fracción del pan de la eucaristía, donde se anuncia la muerte del Señor, es decir del Kyrios resucitado hasta que él vuelva (Cf. 1 Cor 11,26).
El icono de la victoria de Cristo en los abismos del infierno
Este icono oriental ha sido inspirado por los textos bíblicos, patrísticos y litúrgicos que han profundizado este misterio, lo han celebrado en los cantos litúrgicos y ahora, finalmente lo han iluminado con la pintura para que todo el pueblo santo de Dios lo contemple.
En occidente solemos ver así: Cristo sale victorioso del sepulcro. El mensaje del icono oriental de la Resurrección es diverso y complementario; quiere indicar que el triunfo de Jesús nos envuelve a todos, que El ha bajado hasta el abismo, para llenarlo de luz y para que su Resurrección se manifieste en toda su fuerza salvadora que llega hasta el primer hombre y la primera mujer, Adán y Eva. «Cristo ha resucitado de entre los muertos; con su muerte ha vencido la muerte y a los que estaban en los sepulcros ha dado la vida.»
«Cristo desciende a los infiernos para destruirlos; es de una blancura relampagueante, pero ahora ya no está en el monte de la trasfiguración sino en el abismo de la angustia y de la asfixia tenebrosa. Uno de sus pies, con un gesto de increíble violencia, rompe las cadenas de este mundo. La otra pierna, con un movimiento de danza, de nado, empieza ya a subir de nuevo, como el nadador que después de haberse zambullido en el fondo, toma fuerza para regresar al aire y a la luz. Pero es Él el aire y la luz. El aire y la luz son irradiación de su rostro en el fulgor del Espíritu Santo. Y aquí está su gesto liberador: con cada mano Cristo agarra por las muñecas al Hombre y a la Mujer. Y no por la mano, porque la salvación no se negocia, se da. Así los arrastra fuera de sus tumbas. Ninguna sombra: todo rostro tiene la luz del infinito. Ninguna reencarnación: todo rostro es único. Ninguna fusión: todo rostro es un secreto. Ninguna separación: todos los rostros son llamas de un mismo fuego. Y la finalidad no es la de conseguir la inmortalidad del alma, porque inmortales ya lo son las almas en el infierno.» (O. Clément).
En su gran expresividad teológica y plástica este icono de la Resurrección canta la victoria de la vida sobre la muerte. Aquí está el Libertador porque da la vida, arrancada de la muerte. Da la vida eterna. Promete una vida como la suya en la que cada uno recupera su propio ser. Él que da la Vida, porque es la Vida, va más allá de la muerte y del sepulcro. En su Humanidad nueva empieza la nueva Humanidad; en su Cuerpo de Resucitado la Iglesia empieza a tener un germen de vida inmortal que la alimenta y la aglutina. Los sacramentos, empezando por el Bautismo infunden en los hombres la vida que nace de la Resurrección.
Es una escena que contiene lo esencial del mensaje cristiano, sobre todo para nosotros hoy, que estamos en una situación en la que nos sentimos rodeados de todo tipo de nihilismos y desesperos. ¿No será el momento histórico, el lugar providencial, para hacer estallar esta noticia: Cristo desciende a los infiernos, para vencer al infierno, para vencer a la muerte? Lo sigue haciendo, aquí y ahora, pues lo que sucedió se ha grabado en la omnipresencia de Dios y constituye, en cierta forma, una realidad permanente.
Ver a Cristo que desciende hasta el abismo es reconocer su poder inmenso para bajar hasta el abismo de cada hombre, hasta su propio sepulcro. Es confesar que el Resucitado es también el Resucitador y que por lo tanto tiene que bajar hasta lo más profundo de nuestro ser para arrancarnos de la muerte, vencer nuestro pecado, liberarnos de la esclavitud. Con su Resurrección Cristo es el Salvador. Viene a anunciarnos que no hay pecado que El no pueda perdonar; afirma que el único pecado, es el de no reconocer su Resurrección.
Creer en la Resurrección es afirmar que Cristo es el Salvador, es dejar que Cristo pueda hacer con cada uno de nosotros, lo que ha hecho con Adán y Eva: bajar hasta su abismo, su sepulcro de la muerte; arrancar con fuerza de este sepulcro y de este abismo a todos los que están sujetos a la fuerza de la muerte que es el pecado, la tumba en la que cada uno se encierra y en la que encerramos a los demás.